Bienvenida

Por Sofía Montealegre Barba

Mi abuelita murió cuando yo estaba embarazada de 8 meses, esperando a Brunito.

Siempre fue una mujer fuerte, ruda, defendía su independencia con uñas y dientes. No le venían con cuentos, era imposible hacerla lesa y jamás olvidaba alguna traición, por mínima que fuera. También era muy tierna, regaloneadora y muy rica de abrazar. Le fascinaban las guaguas, le encantaban los niños, desconfiaba un poco de los adultos, sobre todo si eran mujeres.

Cuando chica yo era su regalona, me atrevería a decir que la favorita. Vivíamos al lado, por lo que siempre me quedaba con ella cuando mi mamá salía. Me prestaba sus lápices de colores, sus pinturas. Me hacía manzanita, siempre pelada. Me cocinaba papas fritas.

Me leyó en voz alta hasta el libro más fome que me dieron a leer en el colegio y siempre terminaba ella más enganchada que yo, aunque nunca le gustó las preguntas que me hacían mis profesoras en las pruebas.

Le encantaban las galletas, hacía los mejores postres y almorzábamos con ella todos, todos los fines de semana. Era la presidenta del club de los mandibulines, como decía ella, porque éramos todos buenos para comer, y cuando no nos gustaba la comida era la primera en defendernos a que dejáramos lo que no quisiéramos.

Una vez la asaltaron camino a sus clases en la municipalidad, a plena luz del día, por una cadenita de plástico. Desde entonces siempre iba con cautela, recuerdo que hasta un tiempo después me enseñaba a caminar por Providencia siempre mirando a mi alrededor: “Cinco pasitos y miramos hacia atrás, cinco pasitos y miramos hacia atrás”. Para mí era un juego, para ella era una forma de manejar el miedo.

“Nunca dijo mucho sobre cómo sería cuando Brunito llegara, pero en cada ecografía me decía con el dedo levantado: ‘Es igual a ti, tiene tu misma boquita’, aunque ambas sabíamos que no se parecía a nadie todavía”.

Con el tiempo me fui volviendo adulta y, claro, mujer. Empezamos a tener diferencias que se iban haciendo cada vez más grandes. Diferencias ideológicas, generacionales, que por mi orgullo y, por supuesto, el suyo, se nos volvían imposibles de transar.

Cuando supe que esperaba a Bruno pensé que se pondría contenta, una nueva guaguita en la familia. Pero nunca dijo nada. Cada día se sentía más viejita, tenía menos ganas, no lo sabíamos todavía pero se sentía mal.

Aunque nunca le tejió nada a Brunito, siendo que era la araña más veloz que he conocido, miraba orgullosa los chalecos que yo le tejí en su camino. Nunca dijo mucho sobre cómo sería cuando Brunito llegara, pero en cada ecografía me decía con el dedo levantado: “Es igual a ti, tiene tu misma boquita”, aunque ambas sabíamos que no se parecía a nadie todavía.

El día anterior al baby shower cayó hospitalizada. Nunca pude amigarme con ella de nuevo, ni decirle que todas nuestras peleas no valían la pena.

Mi última conversación con ella fue sobre su pelo, suave, liso y gris que acaricié mientras la acompañaba. No creo que le haya gustado mucho que se lo tocara. 

Cuando partió me sentía un poco ajena. También vacunada de emociones por las hormonas del embarazo. No lloré nunca frente a mi mamá, porque tocaba cuidarla a ella.

Un mes después nació Bruno. No la eché de menos en la clínica, porque ella tampoco habría ido a conocerlo por allá, siempre decía que era de mal gusto ir a meterse ahí.

Pero cuando volvimos a casa, sobre la cuna de Bruno colgaba una planta que ella me había regalado cuando me fui de la casa. Una hoya carnosa, clepia o flor de cera florecía sobre la cuna, como una bienvenida.

Mi abuelita Tita le mandaba una flor.

Ilustraciones de Sofía Montealegre.

Sofía Montealegre es arquitecta, ilustradora y magíster en historia del arte. Su trabajo deambula por la docencia, la investigación sobre la historia de la arquitectura y arte moderno en Chile y la ilustración de escenas cotidianas. Puedes encontrarla en @aifosofia.m.

Anterior
Anterior

Amor en red y otras formas de amar

Siguiente
Siguiente

La casa no tiene ganas de reírse, le da tos