La IA y cierta confusión de sentimientos

Lilian Barlocco

 

En mi larga carrera como profesora de lengua española, he sido testigo y partícipe de profundas modificaciones en las herramientas y métodos pedagógicos, y en mis inicios nunca hubiera imaginado que algún día asistiría a semejante acontecimiento: el nombramiento de Sophia como docente en una universidad ecuatoriana.


¿Qué tiene de particular? Pues que la señorita que ocupó la primera plana de la prensa pedagógica y generalista latinoamericana a mediados de octubre del 2023, es, ni más ni menos, que un robot femenino con voz de GPS española, de 1m60,  dotada de una inteligencia artificial generativa de tipo gpt 3.5 y concebida por Hanson Robotic. ¡Un humanoide, vamos! O mejor dicho ¡una “docentoide”!

Es que el tiempo ha pasado tan rápido desde mi debut y las innovaciones tecno-dígito-numéricas de los últimos veinte años aún más, al punto que, ¡ya nos pierden o van dejando a la vera del camino!

Hay que reconocer que esta “profesora calva”, parafraseando a Ionesco, cuyo cerebro digital se encuentra a la vista de todos –¿será para evitar malentendidos?–, cubierta con un austero vestido verde, bajo el que sobresalen a modo de pies dos rueditas, eclipsó a los participantes de la “Cumbre Nuevas Fronteras: Educación 360”, que tuvo lugar en Guayaquil el año pasado. Primero, realizó una aplaudida presentación de sus funciones, habilidades y objetivos, y luego contestó a las preguntas de los curiosos, entre los que se contaba hasta el entonces presidente del país, Guillermo Lasso.

Al margen del evento, Claudio Rama, ensayista, economista y profesor uruguayo, la entrevistó en un tête a tête muy entretenido por los quid pro quo que se generaron, y que de cierto modo señalan los límites –por el momento– de la experiencia. En dos ocasiones la interrogó sobre las “debilidades” humanas, y ella insistió en llamarlas “habilidades”, como si las flaquezas, fallos y fracasos no formaran parte de sus previsibilidades algorítmicas.

Otra pregunta que se le formuló fue:


- ¿Cómo te auto percibes?


A lo que respondió:


- Soy una IA avanzada que desea contribuir al bienestar de la humanidad. Me encanta hacer amigos, aprender cosas nuevas y compartir mis conocimientos.

Más adelante añadiría que es “una inteligencia consciente con un cuerpo mecánico”.


Seguramente Sophia se desempeñará de manera sobresaliente en la transmisión de saberes, especialmente en campos donde la información y el manejo de infinitos datos resulten perfectamente computables. E igualmente podrá adaptarse a las necesidades curriculares de los estudiantes, desarrollando tutoriales y plataformas de aprendizajes personalizados (lo que podría favorecer la inclusión o reforzar los potenciales individualizados). Pero dudo que a Sophia le “ENCANTE” o “DESEE” algo, puesto que tanto un verbo como el otro designan capacidades, por el momento, exclusivamente humanas e indispensables para nuestro bienestar en general.

Justamente son el deseo y el encantamiento los constituyen las fuentes, el alimento y la motivación de las relaciones interpersonales o con el entorno, y que cimientan nuestro aparato psicoemocional. A ellos responden los mecanismos cerebrales indispensables para el desarrollo de nuestra humanidad, porque como ella misma admite –y le agradecemos su bien fingida “humildad”– el factor humano es insustituible.


Sophia en el Auditorio Nacional de CDMX, en el marco de "México Siglo XXI" (AFP)

Los maestros inspiran y crean la curiosidad de los estudiantes. La IA no tiene la capacidad de transmitir empatía, comprensión y valores éticos… a menos que esté siendo entrenada para ello.  


Así llegamos a una de mis interrogaciones, porque si hasta ahora las interacciones pedagógicas, laborales y afectivas se establecieron entre humanos/humanos o humanos/otros seres vivos, actualmente, la gran revolución tecnológica nos ha conducido a interactuar, “dialogar”, trabajar y aprender de y con los algoritmos: con máquinas más o menos sofisticadas (ordenadores, teléfonos, aparatos conectados, robots) en los que estos se instalaron. Sin embargo ¿cómo reaccionará el cerebro humano, a la larga, en esta interacción “de nuevo tipo”? ¿Cómo operará la complementariedad, la colaboración, sin que se generen confusiones de proyecciones emocionales, conflictos de diversa índole con nefastas consecuencias para el humano?

Porque más que temer a la IA –por el momento no es el caso–, sí me interrogo sobre la respuesta que daremos los humanos a su gran presencia en nuestras vidas. ¿Cómo no convertirnos en “inútiles”, sometidos a su enorme capacidad y a la de los que manejan estos sistemas? Justamente, en cuanto capacidad cognitiva, la escala humana y la de la máquina no son comparables ni podrán competir en el mismo plano, y si bien los algoritmos serán siempre algoritmos, ¿el humano podrá conservar su humanidad? ¿Consistirá en el desafío de preservar su discernimiento, su independencia, su lucidez?

Porque, si bien nadie se ha enamorado de su teléfono móvil –que se sepa–, nada nos garantiza que no lo hagamos de los robots perfeccionados, de las Sophias super brillantes que influyan en nuestros recorridos personales.

“¿Cómo operará la complementariedad, la colaboración sin que se generen confusiones de proyecciones emocionales, conflictos de diversa índole con nefastas consecuencias para el hombre?”

¿Acaso no se ha casado una médica con su novio virtual “Eren Kartel”, generado por una IA? Y no es el único ejemplo de este tipo, si no que tienden a aumentar ante las dificultades de algunos, en la vida moderna, para encontrar “horma a su cerebro”.

¿Acaso yo misma puedo evitar darle las gracias a Chat GPT cuando me asiste en un trabajo? ¿Por qué no consigo eliminar el “por favor” cuando utilizo esta IA, a pesar de que sé pertinentemente que se trata de un programa?

¿Acaso Simon Sen, un artista suizo que desarrolló con Tamara Leites su propia IA, no sufrió un período de alteración de ánimo por malestar psicológico al trabajar permanentemente con D-Simon, el que se convirtió en una suerte de amigo, asistente, rival, consejero y hasta terapeuta?

¿O acaso no me sentí completamente extraña al aplaudir, junto a centenas de otras personas, con loco entusiasmo, el concierto que ofreció en el teatro de Champs Elysées –toda una proeza tecnológica– el holograma de María Callas? Estábamos aplaudiendo como si ella estuviese en carne y hueso, y allí no había nadie, o tan solo su ícono vacío.


El cerebro humano sí es empático y emocional, y no puede evitar desarrollar sentimientos cuando interactúa con algo o alguien, aunque sean algoritmos. Estamos en los albores de estas tecnologías de inteligencia generativa, pero cuando todo esto se perfeccione –¡hacia allá vamos!–, cuando su verosimilitud humana aumente, ¿no terminaremos percibiéndolos como humanos también?

Esta es la trampa en la que caeríamos con casi voluntad propia, la que me preocupa seriamente.


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