Lo que me dejaste, Lucho


Por Jezer Alarcón

 

Jezer creció con un papá actor. Entre camarines de teatro y disfraces, se crió de la mano de montones de personajes. Pero lo que le dejó fue algo anterior a todo eso: un origen.


Yo nací cuando mi papá tenía 40 años. Aún hoy sería padre primerizo mayor.

Según sus propias historias, ya habían pasado mil cosas: había elegido ser actor por sobre otro oficio, se había casado con mi mamá, tenía un pensamiento político claro que lo llevó a estar comprometido con todas las campañas de Salvador Allende; ya vivía en él la defensa de su gremio y la intención de crear una comunidad artística digna.

Mis recuerdos de chica con él son de complicidad. Mi cabeza está llena de camarines de teatro, filmaciones, pruebas de vestuario, de maquillaje, sesiones de lectura de guión. Yo siempre sentada en alguna segunda o tercera fila, en silencio total.

Cuando terminaba, salíamos de donde fuera a buscar una o dos micros que nos llevaran de regreso a Lo Barnechea, donde crecí. Hoy, sigue siendo lejos ir hasta allá. Conversábamos en el camino, probablemente yo me dormía, seguro me bajaba en brazos. Mi papá era grande, fuerte, en ese tiempo.

Me gustaba verlo actuar. Me tocó mucho en los años en que fue parte del elenco del Teatro de la Universidad Católica. Eran años de una terrible persecución, desapariciones y muerte, que se mezclaban con los personajes que mi viejo hacía en Hamlet, los clásicos de Moliere o Maria Estuardo. Entrar al teatro era señal de que estábamos a salvo un rato y podíamos vivir una época lejana, donde existía la esperanza.

Hacer cine por lejos era la pasión más grande de mi padre. Alguna vez un crítico dijo que la cámara lo amaba. Yo veía sus películas con fascinación, a veces con pudor. Me gustaba adivinar dónde estaba mi papá dentro de los personajes. Buscaba los pequeños gestos, detrás de un bigote postizo, unos anteojos gruesos, del vestuario de época, que me dijeran que ahí estaba el mismo señor que cocinaba la cazuela de los fines de semana. Para mí sus escenas tenían otro significado.

De mi niñez, quizá una de las películas que más me dejaron una huella profunda fue A La Sombra del Sol. Eran sólo dos actores en Caspana, en el medio del desierto de Atacama. Dos personajes llegaban a ese pueblo y violaban a dos mujeres, y tenían que enfrentarse a la justicia comunitaria, que los condenaba a morir fusilados con una sola bala. Era el comienzo de la dictadura, un momento indescriptible de horror y violencia. El día del estreno, Carmen Bueno y Jorge Muller, que eran parte del equipo técnico, no llegaron a la función. Hoy siguen siendo detenidos desaparecidos. Mi padre nunca recuperó ese pedazo de su corazón. 


Crecí. No quise ser actriz, no quise ser artista. No iba por ahí mi herencia.

El Lucho, como terminé diciéndole, se tomó largo tiempo hasta que pudo presentarme su tierra magallánica.


Viajamos solos los dos cuando ya se le había ocurrido la delirante Muestra de Cine en la Patagonia. Puerto Natales no tenía sala de cine y se empeñó en hacer de la Muestra un hito para que los natalinos vieran películas. La primera función de cada año era en la Cueva del Milodón. Muchas veces he pensado que en mi papá vivía una versión local de Fitzcarraldo. En ese viaje me dijo: “te vas a nacionalizar”. Para él ser magallánico era especial, diferente y muchas veces mejor.

Todo de Natales ha sido acompañado por películas y fotos recuperadas que tomaba mi abuelo Esteban. De ahí supe que el Lucho creció siendo el mejor amigo de la hija del administrador del cine, que veía las películas desde atrás de la pantalla, probablemente cuando empezó a soñar con ser actor. Ella se llamaba Bruna Mattioni; mi sobrina nieta de 5 meses se llama Bruna Alarcón, nacida apenas unos meses después de que el Lucho muriera.

Llevarme a esa tierra tenía un significado importante para él. Creo que esa fue mi verdadera herencia. Magallanes no sólo es el lugar donde nació. Ahí despertó su convicción política, su búsqueda de la equidad, la fortaleza para enfrentar el frío y tener un origen. Lo que quedó para mí fue una abuela chilota que fue mi amor incondicional y un abuelo fotógrafo que era un caballero. 

Me entregó la magia de que cada vez que mirara las Torres del Paine supiera que de allá soy, que sé esperar a que cambie el clima, que todo tiene su tiempo.

Que soy hija del viento.


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